jueves, 7 de mayo de 2009

Cuando Blas vio por primera vez a Alicia le resultó desmesuradamente chocante un mechón de pelo blanco que ella tenía sobre la frente. Para Alicia, un lunar que Blas ostentaba en el dedo índice fue el desencadenante de una serie de sueños repulsivos. Soñaba todas las noches con lunares, con lunares de terciopelo pardo, de esos que se pegaban junto a la boca las mujeres coquetas hace como cien años, pero no parecía entender que soñaba con Blas.
Los lunares tomaban a veces formas caprichosas de animales extraños, siempre de terciopelo y con labios teñidos de escarlata, o con ojos azules, pequeñísimos óvalos de transparente azul dentro de un cuerpo del tamaño de un lunar mediano.
-No tomés vino por las noches, Alicia –le aconsejaban sus amigos del teatro vocacional cuando contaba aquellos sueños. Habían mirado una película en la que dos alcohólicos perdidos veían animales desaforadamente.
Por fin suspendió el vino nocturno, pero los animales bebían de sus propios nervios, destilados por viejas pesadillas.
Blas encontraba hebras del color del mechón de Alicia en el cepillo de dientes, en el costurero donde su madre guardaba hilos de todos los colores, en la solapa de su saco y pegadas a las cáscaras de las hortalizas.
En una ocasión le sirvieron una sopa donde flotaba algo muy raro y lo sacó con la cuchara y se observó en la sopa como en un espejo y allí mismo, en el fondo, halló el rostro de ella. Era su mismo pelo, eran sus mismos labios pintados de rubí.
Volcó la sopa en el inodoro, apretó el botón y vio irse la cara fragmentada en mil trozos de agua como espejos partidos, y sintió tanto placer que comprendió que odiaba a alguien por primera vez en su vida, aunque ya estaba grande para ser nuevo en un sentimiento tan intenso y común.
Al otro día de que Blas volcó en el inodoro la sopa con la cara de Alicia, tenía que encontrarse con ella por motivos de trabajo, y Alicia le miró fijamente el dedo índice (donde él tenía el lunar), y después lo miró fijamente a los ojos y vio pequeños óvalos de transparente azul. Alicia asoció rápidamente con sus sueños pesadillescos el transparente azul, y Blas ya había entendido la noche anterior, tomando sopa, que ella le daba asco, así que supieron de su pasión casi al mismo tiempo. Hubieran podido estar leyendo el libro que leyeron Paolo y Francesca –aunque escrito al revés-, según Dante, el que hablaba de amor y los condujo hacia él y después al infierno, pero en lugar de eso repasaban sus cuentas. Alicia era la contadora del empleador de Blas, aunque esto no era lo que estaba en tela de juicio. Los dos sabían bastante de su oficio –Blas cuidaba con fervor las ganancias de su patrón, por miedo a perder el empleo-, y nunca discutían al respecto. Sólo que las palabras dichas con gentileza resultaban estiletes perfectos.
Luego de la entrevista mensual, cada uno volvía a su trabajo cargado de sangrientas visiones, pensando en visitar a alguna bruja que hiciera magia negra.
-Tráigame una foto de la mujer –dijo la bruja de Blas.
-Tráigame una foto del hombre –dijo la bruja de Alicia.
-Me es imposible conseguirla –esta respuesta era de dos: Alicia y Blas.
-De todos modos empezaré el trabajo, pero sería más completo con la foto –aseguró cada bruja por su lado.
A Alicia comenzó a transformársele el mechón y su pelo quedó de color uniforme; un castaño brillante como la seda más costosa.
A Blas comenzó a achicársele el lunar hasta que desapareció y sus manos fueron las más tersas, finas y bellas del planeta.
Un día Blas y Alicia se ocultaron tras el papel donde anotaban las cuentas de la empresa y se dieron un beso. Blas acariciaba con su mano de pianista la cabellera de princesa, pero en el beso de ella había veneno untado, y en el de él, debajo de la lengua, veneno colocado con paciencia, aunque escogieron un tóxico suave.
Bajaron el papel. Ninguno de los dos estaba muerto, y ni siquiera pálido, y ni siquiera con palpitaciones.
Alicia decidió que lo que odiaba eran esos ojillos azules transparentes y arteros; y Blas, toda esa cabellera brillante de muñeca de acrílico, aun cuando no tuviera el mechón blanco. Cabe, sin embargo, preguntarse por el beso. ¿Qué probaron por detrás del papel? Probaron el rubí, la forma golosa de los labios, pero cada uno, en ese instante, pensó en cómo lograr una fotografía del otro, para mejorar el trabajo de las brujas.
Decidieron casarse, no obstante verse bien a la luz cuando volvían a hacer las cuentas. Ella quedó espantada nuevamente por los ojitos azules; eran como los ojos de los pollos, si éstos tuvieran ojos azules. A Blas le repugnaba en Alicia, cuando le acariciaba la cabeza, mucho más que los cabellos que parecían de acrílico marrón, la forma de los huesos del cráneo. Pero les pareció a ambos que estaban condenados a casarse por el destino que los unía tanto aunque fuera de un modo tan maligno.
Después del viaje de recién casados (luna de miel hubiera sido con alguien que se ama, se dijo), Blas se reintegró a la oficina, abrió el diario y buscó la sección Solos que Esperan Correspondencia, y enseguida halló algo interesante.
Por su parte Alicia lloró tantas veces por autocompasión que ya no se tenía respeto a sí misma. Encontró en un librito encuadernado fotocopias de las instrucciones de Grotosky a los actores y empezó a practicar, pero fue ahí donde se tuvo más lástima, y lloró más de rabia. "Hacer que un pie llore y que el otro se ría", era una instrucción.

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